Texto: Lucia Baragli
Para Diego
La anarquía del mar
Una de las decisiones más difíciles que tomo en su vida fue aceptar que era hora de comprar aquel sillón negro. Ese objeto inmóvil, tosco y rígido, sería el ancla que lo haría rendirse, establecerse.
El color trigo se transforma en miel entre los yuyos que forman la muralla de esta fortaleza de madera y chapa. El pasto, indomable como las estrellas en las noches despejadas, aun no acepta su llegada y se mantiene salvaje y hostil hasta quebrarse rendido con el peso de cada paso de su conquistador. Algunas flores aceptaron la batalla y agrupadas pintan el espacio con tinte limón.
La madera, que alguna vez fue árbol, perdió las raíces que la ataban y fue libre. Hoy se enreda, se apila, se aplasta y se dobla dándole forma a su hogar. Otra vez atrapada, otra vez un destino inmóvil sin raíces. En quietud inicia su batalla y cambiando de forma intenta desaparecer, escapar a esa incertidumbre.
Su piel virgen y su aroma penetra, pero no invade. En su anárquica juventud se revela en busca de espacio. Grita formando dibujos en cada nudo. Sabe que el tiempo, la violencia de la tormenta y la dureza del sol la harán transmutar.
Los sonidos que formaban su voz crujían con rencor, eran como astillas de un vidrio tan frágil como su pena al enumerar esos objetos que lo rodean, que lo atan. Él no quiere un lugar para quedarse, quiere un lugar para volver.
Ahora, recostado en el sillón de la entrada, el más traicionero de los cuatro por su desfachatada blandura, mira una luna mojada de diciembre.